lunes, 22 de agosto de 2011
La Maestra.
Había una vez una niña que vivía en una casita en el centro de Londres. Helena era una niña menuda, con una melena que llegaba hasta su cintura y unos ojos azules que lo observaban todo con curiosidad.
Sin embargo, la pequeña Helena nunca había salido de su habitación en la casa. Desde que era muy pequeña, acarreaba una enfermedad que la impedía salir de su cama. La enfermedad de la pequeña Helena era muy contagiosa, por lo que apenas recibía visitas, disfrutando la compañía del doctor Wright muy de cuando en cuando.
Helena era una niña encantadora, ingeniosa y dulce. Pero se sentía sola, tan sola que apenas quería vivir.
Un buen día, mientras jugaba con una de las decenas de muñecas que tenía, oyó como la puerta se abría y cerraba apresuradamente. Dejó el juguete, y se asomó.
Era una doncella muy joven, de no más de dieciséis años. Era alta y delgada, y el sencillo vestido blanco denotaba que no tenía muchas formas.
Pero era la mujer más bonita que Helena había visto nunca, si bien era cierto que apenas había visto a ninguna, salvo aquellos difusos recuerdos que guardaba de los ojos de su madre, azules como los de ella, o de los brazos de su niñera, antes de que cayera enferma.
La doncella se giró, y sonrió a la niña. Esta frunció el ceño a toda respuesta:
-¿Quién eres?
La doncella volvió a sonreír:
-Me llamo Claire. Voy a quedarme contigo durante un tiempo, Helena.
-No puedes quedarte aquí. Estoy enferma. Tú te pondrás enferma también.
-Ya lo estoy. Por eso me han enviado aquí. Para eso, y para que te enseñe.
La rubia dama se sentó al lado de la pequeña, y la miró con dulzura con sus ojos de color de miel. Era muy blanca de piel, y tenía las mejillas plagadas de pecas.
-¿Enseñarme qué?-preguntó Helena.
-Me han dicho que nunca has salido de esta habitación, que nunca has ido a la escuela.
La niña asintió.
-Pues yo te voy a enseñar todo lo que allí se aprende. Antes de enfermar, yo iba a ser maestra, ¿sabes? Iba a enseñar muchas cosas a niñas como tú en un internado en Oxford.
-¿Y qué me vas a enseñar?-insistió la pequeña.
-Aún no lo sé. ¿Qué sabes hacer?
-Una vez, cuando tenía cinco años y la enfermedad no estaba muy avanzada, vino una doncella que me enseñó a escribir y a leer. A veces el doctor Wright me traía libros y plumas para que practicara, pero no sé hacer mucho.
-Bien-dijo Claire-, entonces te enseñaré inglés, aritmética, y dibujo. Y si quieres puedes aprender algo de francés, también.
-¿Y los juegos?-preguntó la niña, con cara de disgusto.
-También habrá tiempo de jugar.
Helena sonrió, prácticamente por primera vez en su vida.
-Me alegro de que estés aquí. Ya no voy a estar sola nunca más.
-Claro que no.-respondió la joven-¿Cuántos años tienes?
-Nueve. Pero llevo enferma desde los cuatro, o al menos eso me han contado.
-Yo tengo dieciséis.
Ambas sonrieron, Helena feliz de tener a una amiga, y Claire por poder compartir con alguien sus conocimientos y su enfermedad.
Los días comenzaron a pasar con rapidez para ambas. Inglés y aritmética por las mañanas, luego la comida (que recibían por un pequeño montaplatos situado al lado de la cama) y juegos. Por la tarde, dibujo y francés.
Antes de dormir, a Helena le gustara que Claire le contara alguna historia.
La joven aprendiz de maestra era una magnífica cuentacuentos. Partiendo de un caballo de madera con el que la niña jugueteaba, podía crear la historia de dos jinetes que habían corrido mil y una aventuras en las montañas de Escocia. Al ver las muñecas, imaginaba el cuento de una princesa que se había enamorado del hijo de su lacayo, y que había muerto de pena cuando él se casó con la costurera de su madre. Le contó incluso la historia de la niña que se había perdido en el bosque, y que se había criado junto a los lobos.
Helena escuchaba todas y cada una de las historias con los ojos muy abiertos, mirando fijamente a los labios de la doncella mientras imaginaba que ella era el jinete, que ella era la princesa enamorada, que ella misma se había perdido en el bosque de los lobos.
El tiempo se escurrió entre sus dedos, y pronto había pasado un año desde la llegada de la joven Claire. Y con ella, otro año en la enfermedad de ambas.
Helena apenas había notado nada, seguía igual que siempre. Pero Claire cada día estaba más cansada, e incluso a veces
-Claire, tú… ¿Me dejarás algún día?-le dijo un día Helena, durante la clase de aritmética.
La niña, que ya había cumplido los diez años, había hecho grandes progresos en todos los campos. Su escritura y fluidez al leer inglés eran ya magníficas, y tenía un especial talento para el dibujo.
-No, cariño. Siempre me tendrás contigo. ¿Por qué me preguntas eso?
-¿Cuánto nos queda de vida?
Claire la miró, y bajó la vista al suelo.
-No lo sé.-respondió, con franqueza-Los médicos… Los médicos nunca son exactos. Nuestra enfermedad es muy rara, en Inglaterra nosotras somos de las pocas que la tienen. De todos modos, Helena, eres demasiado pequeña. No lo entenderías…
-¡No soy pequeña!-estalló la niña, ya harta de mentiras y de que esquivaran sus preguntas-Yo también estoy enferma, yo también sufriré las consecuencias de esta enfermedad, al igual que tú. Sólo quiero saber…-retomó su tono dulce y paciente habitual, al darse cuenta del daño que le estaba haciendo a Claire- Sólo quiero saber si algún día moriré. Eso es todo.
Claire la miró, suspiró, y la abrazó.
-Lena…-dijo, intentando contener las lágrimas-Yo no lo sé, ni si quiera el doctor Wright lo sabe. Puede que muramos mañana, o puede que nos quedemos aquí durante el resto de nuestras vidas. Pero lo importante, cariño, es que estemos unidas. Te quiero muchísimo. Lo sabes, ¿verdad?
Helena asintió.
-Anda, vamos a jugar con esa muñeca tan bonita que te ha traído el doctor de París.
La niña sonrió, y estiró el brazo para alcanzar la muñeca.
Días más tarde, Helena se despertó sin Claire a su lado. Gritó su nombre por toda la estancia hasta quedarse afónica, pero la joven seguía sin aparecer. No volvió por la tarde para las clases, ni al crepúsculo para contarle una historia para que se durmiera.
Aquella noche, el doctor Wright fue a visitarla, y le explicó que no volvería a verla nunca más. Claire había pasado a mejor vida aquella misma noche, justo después de contar su última historia.
Helena no volvió a hablar con nadie en sesenta años. Dedicó su vida a enseñar a niños sordomudos, a comprenderles como Claire la había comprendido a ella. Cumplió el sueño de su maestra, y publicó todos sus cuentos.
Murió sola en su casa de Londres, en la misma habitación en la que se había criado.
En su lecho de muerte dejó una carta en la que hablaba de aquella misteriosa doncella que siempre mencionaba, pero de la que nunca contaba nada.
“Desde que descubrieron su enfermedad, Claire decidió dedicar el resto de su vida a enseñarme, para que algún día pudiera ser lo que soy hoy, una mujer de provecho. Ella me enseñó a sumar y a restar, a leer, a dibujar y a hablar francés e inglés. Pero hubo una cosa que Claire me enseñó, aunque ella nunca lo supiera, puesto que murió antes de que yo me diese cuenta. Claire me enseñó a tener esperanza, a disfrutar cada día como si fuera el último. Claire me enseñó la lección más valiosa que hay: me enseñó a vivir.”
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Que bonito... ;___;
ResponderEliminarMe encantan tus historias de este tipo *^*
Gracias. :D Yo es que soy una Drama Queen (H) XD
ResponderEliminarLo he notado, creéme xDD
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