—Est-ce que tu m’aimes?
Ella le mira fijamente con
sus enormes ojos azules, y él sonríe. La besa.
—¿Acaso lo dudas?
Ella esboza una leve
sonrisa, y baja los párpados durante un segundo. Los vuelve a levantar, y en
sus pupilas se distingue un brillo de ilusión.
Ella sabe que la quiere,
claro que lo sabe. Pero su inseguridad, una inseguridad que la acompaña desde
que su madre la abandonó en las sucias calles de París, la obliga a querer
confirmarlo segundo tras segundo, temerosa de que, de pronto, el amor de Marcel
se apague como la llama de una cerilla.
Y, cada vez que le
pregunta, cada vez que plantea la eterna cuestión, él la besa, en los labios,
en la frente, en los párpados. La besa hasta que ella queda convencida durante
un tiempo de que su amor es sincero y eterno.
Édith suspira. Acaricia
sus mejillas, pensando en que dentro de algo menos de ocho horas él estará
tomando un avión hacia París, alejándose de ella durante todo un mes.
No sabe si lo soportará.
Le ama tanto, que un minuto sin su presencia es como caer en un abismo durante
toda la eternidad.
Todo comenzó durante una fría
noche de invierno en Nueva York. A ella le gustó desde el principio, él no
parecía muy convencido. Pero, poco a poco, la magia de sus ojos y de su voz
consiguió atraparle.
Primero fueron las miradas
brumosas, luego las caricias aparentemente accidentales. Después llegaron los
besos furtivos, los sobornos al botones de los hoteles para que les llevara por
la escalera de servicio, las noches en vela.
Marcel agachado en la parte
de atrás del coche, ella riendo con soltura. Los viajes casi continuos de un
continente a otro, para efectuar reencuentros que cada vez eran más distantes.
Las cartas de amor con su
perfume, las llamadas hasta las tantas de la madrugada, las miradas que decían
más que todo un día de palabras. Las canciones que al fin cobraban sentido.
Al principio, intentó
buscarle defectos. Primero muchos, después unos pocos. Al final, quiso
conformarse con encontrar uno sólo. Pero no pudo, y se resignó: Marcel era perfecto,
y la quería a ella, sólo a ella.
Édith le besa, y le estrecha
entre sus brazos. Intenta contener las lágrimas desesperadas besando su cuello
y su pecho, tirándole sobre la cama y acariciando su cabello.
—Prométeme que no me
dejarás nunca. —susurra, una lágrima cayendo de su ojo izquierdo, mientras
aprieta la vigorosa mano de Marcel.
—Jamais. Te adoro,
gorrión.
Édith sonríe con tristeza,
y besa a Marcel. Él no la dejaría jamás, lo sabe, por mucho tiempo que pasen
separados.
Y la noche acaba de empezar…
—Tienes que ser fuerte. El
avión se estrelló.
Édith se pregunta como
todo puede derrumbarse en un segundo.
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