viernes, 29 de junio de 2012

Édith et Marcel


—Est-ce que tu m’aimes?
Ella le mira fijamente con sus enormes ojos azules, y él sonríe. La besa.
—¿Acaso lo dudas?
Ella esboza una leve sonrisa, y baja los párpados durante un segundo. Los vuelve a levantar, y en sus pupilas se distingue un brillo de ilusión.

Ella sabe que la quiere, claro que lo sabe. Pero su inseguridad, una inseguridad que la acompaña desde que su madre la abandonó en las sucias calles de París, la obliga a querer confirmarlo segundo tras segundo, temerosa de que, de pronto, el amor de Marcel se apague como la llama de una cerilla.
Y, cada vez que le pregunta, cada vez que plantea la eterna cuestión, él la besa, en los labios, en la frente, en los párpados. La besa hasta que ella queda convencida durante un tiempo de que su amor es sincero y eterno.

Édith suspira. Acaricia sus mejillas, pensando en que dentro de algo menos de ocho horas él estará tomando un avión hacia París, alejándose de ella durante todo un mes.
No sabe si lo soportará. Le ama tanto, que un minuto sin su presencia es como caer en un abismo durante toda la eternidad.

Todo comenzó durante una fría noche de invierno en Nueva York. A ella le gustó desde el principio, él no parecía muy convencido. Pero, poco a poco, la magia de sus ojos y de su voz consiguió atraparle.
Primero fueron las miradas brumosas, luego las caricias aparentemente accidentales. Después llegaron los besos furtivos, los sobornos al botones de los hoteles para que les llevara por la escalera de servicio, las noches en vela.
Marcel agachado en la parte de atrás del coche, ella riendo con soltura. Los viajes casi continuos de un continente a otro, para efectuar reencuentros que cada vez eran más distantes.
Las cartas de amor con su perfume, las llamadas hasta las tantas de la madrugada, las miradas que decían más que todo un día de palabras. Las canciones que al fin cobraban sentido.
Al principio, intentó buscarle defectos. Primero muchos, después unos pocos. Al final, quiso conformarse con encontrar uno sólo. Pero no pudo, y se resignó: Marcel era perfecto, y la quería a ella, sólo a ella.

Édith le besa, y le estrecha entre sus brazos. Intenta contener las lágrimas desesperadas besando su cuello y su pecho, tirándole sobre la cama y acariciando su cabello.

—Prométeme que no me dejarás nunca. —susurra, una lágrima cayendo de su ojo izquierdo, mientras aprieta la vigorosa mano de Marcel.
Jamais. Te adoro, gorrión.
Édith sonríe con tristeza, y besa a Marcel. Él no la dejaría jamás, lo sabe, por mucho tiempo que pasen separados.
Y la noche acaba de empezar…


—Tienes que ser fuerte. El avión se estrelló.
Édith se pregunta como todo puede derrumbarse en un segundo.

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