Del enorme tazón sale un hipnotizante hilo de vapor, que se
enrosca hasta desvanecerse en el húmedo aire. Maggie nota cómo las furiosas
gotas de lluvia chocan contra su piel, pero no le importa. Lo cierto es que, a
estas alturas, hay muy pocas cosas en el mundo que le importen.
Mark se ha ido. No ha montado ningún escándalo, ni se
esforzado en echarle nada en cara. Se ha ido a su manera, limpia, sobria, con
una nota en el frigorífico.
Ella no está llorando, y no cree que vaya a hacerlo.
Llevaban dieciséis años juntos, desde la Universidad. Al
principio todo había sido como en las películas, citas a oscuras en el cine,
novillos para verse entre clase y clase. Luego vino la boda, la casa estilo
sureño en un pueblito de Louisiana, la vida en pareja.
Oh, sí, la vida en pareja.
Fue entonces cuando ambos comenzaron a preguntarse si de
verdad estaban hechos el uno para el otro. Al principio, creyeron que aquella
era una crisis pasajera, confiaron en que lo fuera. Cuando vieron que las
discusiones se eternizaban y que los silencios se alargaban, comenzaron a temer
por los cimientos de su vida. Y decidieron, como muchos otros deciden, tener un
hijo.
Por unos meses, las cosas mejoraron. Ella consiguió avanzar
en su proyectada primera novela, él se sorprendió a sí mismo pensando en ella
al despertarse. A los seis o siete meses, ella descubrió que estaba embarazada
de ocho semanas.
Si las cosas habían mejorado últimamente, las primeras
semanas desde la feliz noticia fueron de absoluta euforia para la pareja.
Regresaron los besos furtivos, las risas, la genuina
felicidad en los ojos de ambos. Parecían adolescentes esperando a la llegada
del verano, cada día más ilusionados e impacientes.
Pero el útero de Maggie no era tan fuerte como ella hubiera
deseado, y, tras una serie de fuertes dolores y desmayos, abortó en el sexto
mes de embarazo.
La tragedia, en vez de unirlos, los distanció. Ella dejó de
escribir para dedicarse al triste oficio de las lágrimas, y él no habló ni la
miró más de lo necesario. No volvieron a intentarlo, tampoco pudieron. El
aborto de Maggie había dejado destrozado su cuerpo, y no podría tener hijos, a
no ser que quisiera morir en el intento.
La depresión pasó, poco a poco, pero nunca llegó a
desaparecer del todo. Ella dejó su vocación, bloqueada desde la noche del
hospital, y se dedicó a dar clases de Lengua en un instituto local, a pesar de
que siempre había dicho que no relegaría su talento a enseñar a unos críos las
conjugaciones y los pronombres. Los años, la tristeza y el abandono hicieron
mella en ella, convirtiéndola en otra amargada más, rendida ante la vida de la
clase media.
Él se encerró en su burbuja profesional, como si nunca
hubiera ocurrido nada, como si ella jamás hubiera tenido a su retoño en el
vientre.
La bonita casa sureña se convirtió en el mausoleo del
pequeño que nunca llego a ser, cuyo eco resonaba en las cabezas de sus padres
cada vez que se miraban a los ojos.
Y ahora él se ha ido.
Pero Maggie no le guarda rencor, faltaría más. Él hizo lo
que pudo mientras pudo, al igual que ella. No funcionó, eso es todo.
Ninguno de los dos tuvo la culpa, o tal vez sí. Eso nunca lo
sabrán.
Tal vez, si ella hubiese puesto algo más de su parte… Pero
el dolor la cegaba tanto que lo único que hacía lo hacía de manera automática.
No hubiese podido amarle de nuevo, aunque lo hubiese intentado.
Sentada en su mecedora, supone que en algún momento llegó a
quererle de verdad, pero a veces una tragedia como esa rompe los lazos más
fuertes, como las tormentas de verano rompen con el sol y el buen tiempo. O
quizá es que nunca estuvieron verdaderamente enamorados.
Tal vez su corazón se confundió, debido a la presión social,
al hecho de que, a la edad en la que ella conoció a Mark, el resto de las
chicas de su clase necesitaban los dedos de ambas manos para contar los novios
que habían tenido, mientras que Maggie nunca había rozado los labios de un
chico.
Si lo amó de verdad o no, eso es algo que nunca sabría con
certeza. Pero lo hecho, hecho está. Y nadie puede cambiarlo.
No ha sido tan malo, piensa mientras apura el último sorbo
de su té con limón. Al menos me he divertido.
Siempre quedarán en su memoria las escapadas al jardín de la
Universidad, las risas y las esperanzas al leer las historias que Maggie escribía
sobre su futuro juntos, la ilusión, aunque momentánea, por ese bebé que nunca
llegó.
Sí, definitivamente, no ha sido malo. No.
Maggie mete la cucharilla en la taza, y lo pone todo en una
bandeja. Entra en la casa, y cierra la puerta con la espalda, mientras una
sonrisa nostálgica se dibuja en su cara húmeda por la fuerte lluvia.
Fuera, la tormenta de verano no amaina. Maggie se ha dejado
olvidada sobre la mesa la escueta nota de Mark, apenas sujeta por un pequeño
florero de metal. Una ráfaga de viento azota de pronto el porche de la casa, y
tira el jarrón.
La nota de Mark queda liberada de su prisión, y comienza a
girar en el aire. La tinta está corrida y el “tal vez en otra vida” de Mark
apenas es legible.
Merodea un poco por el porche, y después emprende su camino
junto al viento de la tormenta de verano, casi tan aterradora como la del día
en que Mark juró amor eterno a Maggie en una abarrotada calle de Seattle.