domingo, 1 de julio de 2012

Tormenta de Verano


Del enorme tazón sale un hipnotizante hilo de vapor, que se enrosca hasta desvanecerse en el húmedo aire. Maggie nota cómo las furiosas gotas de lluvia chocan contra su piel, pero no le importa. Lo cierto es que, a estas alturas, hay muy pocas cosas en el mundo que le importen.
Mark se ha ido. No ha montado ningún escándalo, ni se esforzado en echarle nada en cara. Se ha ido a su manera, limpia, sobria, con una nota en el frigorífico.
Ella no está llorando, y no cree que vaya a hacerlo.

Llevaban dieciséis años juntos, desde la Universidad. Al principio todo había sido como en las películas, citas a oscuras en el cine, novillos para verse entre clase y clase. Luego vino la boda, la casa estilo sureño en un pueblito de Louisiana, la vida en pareja.
Oh, sí, la vida en pareja.
Fue entonces cuando ambos comenzaron a preguntarse si de verdad estaban hechos el uno para el otro. Al principio, creyeron que aquella era una crisis pasajera, confiaron en que lo fuera. Cuando vieron que las discusiones se eternizaban y que los silencios se alargaban, comenzaron a temer por los cimientos de su vida. Y decidieron, como muchos otros deciden, tener un hijo.
Por unos meses, las cosas mejoraron. Ella consiguió avanzar en su proyectada primera novela, él se sorprendió a sí mismo pensando en ella al despertarse. A los seis o siete meses, ella descubrió que estaba embarazada de ocho semanas.
Si las cosas habían mejorado últimamente, las primeras semanas desde la feliz noticia fueron de absoluta euforia para la pareja.
Regresaron los besos furtivos, las risas, la genuina felicidad en los ojos de ambos. Parecían adolescentes esperando a la llegada del verano, cada día más ilusionados e impacientes.
Pero el útero de Maggie no era tan fuerte como ella hubiera deseado, y, tras una serie de fuertes dolores y desmayos, abortó en el sexto mes de embarazo.
La tragedia, en vez de unirlos, los distanció. Ella dejó de escribir para dedicarse al triste oficio de las lágrimas, y él no habló ni la miró más de lo necesario. No volvieron a intentarlo, tampoco pudieron. El aborto de Maggie había dejado destrozado su cuerpo, y no podría tener hijos, a no ser que quisiera morir en el intento.
La depresión pasó, poco a poco, pero nunca llegó a desaparecer del todo. Ella dejó su vocación, bloqueada desde la noche del hospital, y se dedicó a dar clases de Lengua en un instituto local, a pesar de que siempre había dicho que no relegaría su talento a enseñar a unos críos las conjugaciones y los pronombres. Los años, la tristeza y el abandono hicieron mella en ella, convirtiéndola en otra amargada más, rendida ante la vida de la clase media.
Él se encerró en su burbuja profesional, como si nunca hubiera ocurrido nada, como si ella jamás hubiera tenido a su retoño en el vientre.
La bonita casa sureña se convirtió en el mausoleo del pequeño que nunca llego a ser, cuyo eco resonaba en las cabezas de sus padres cada vez que se miraban a los ojos.
Y ahora él se ha ido.

Pero Maggie no le guarda rencor, faltaría más. Él hizo lo que pudo mientras pudo, al igual que ella. No funcionó, eso es todo.
Ninguno de los dos tuvo la culpa, o tal vez sí. Eso nunca lo sabrán.
Tal vez, si ella hubiese puesto algo más de su parte… Pero el dolor la cegaba tanto que lo único que hacía lo hacía de manera automática. No hubiese podido amarle de nuevo, aunque lo hubiese intentado.
Sentada en su mecedora, supone que en algún momento llegó a quererle de verdad, pero a veces una tragedia como esa rompe los lazos más fuertes, como las tormentas de verano rompen con el sol y el buen tiempo. O quizá es que nunca estuvieron verdaderamente enamorados.
Tal vez su corazón se confundió, debido a la presión social, al hecho de que, a la edad en la que ella conoció a Mark, el resto de las chicas de su clase necesitaban los dedos de ambas manos para contar los novios que habían tenido, mientras que Maggie nunca había rozado los labios de un chico.
Si lo amó de verdad o no, eso es algo que nunca sabría con certeza. Pero lo hecho, hecho está. Y nadie puede cambiarlo.

No ha sido tan malo, piensa mientras apura el último sorbo de su té con limón. Al menos me he divertido.
Siempre quedarán en su memoria las escapadas al jardín de la Universidad, las risas y las esperanzas al leer las historias que Maggie escribía sobre su futuro juntos, la ilusión, aunque momentánea, por ese bebé que nunca llegó.
Sí, definitivamente, no ha sido malo. No.
Maggie mete la cucharilla en la taza, y lo pone todo en una bandeja. Entra en la casa, y cierra la puerta con la espalda, mientras una sonrisa nostálgica se dibuja en su cara húmeda por la fuerte lluvia.

Fuera, la tormenta de verano no amaina. Maggie se ha dejado olvidada sobre la mesa la escueta nota de Mark, apenas sujeta por un pequeño florero de metal. Una ráfaga de viento azota de pronto el porche de la casa, y tira el jarrón.
La nota de Mark queda liberada de su prisión, y comienza a girar en el aire. La tinta está corrida y el “tal vez en otra vida” de Mark apenas es legible.
Merodea un poco por el porche, y después emprende su camino junto al viento de la tormenta de verano, casi tan aterradora como la del día en que Mark juró amor eterno a Maggie en una abarrotada calle de Seattle.

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